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Muros de Marcahuamachuco

Una pequeña terraza, el cerro Amaro, esta separado de la ciudad por los muros perimetrales. Ahora bien, si los habitantes de la gran ciudad antigua no han sido de una raza diferente de los del cerro Amaro, han tenido al menos la preocupación de vivír separados de estos últimos, y de vivír mejor. El primer grupo, fuera del inmenso muro exterior, que tiene más de dos kilometros y medio de largo, presenta el carácter de una de esas pequeñas aldeas de obreros que, en el antiguo Perú, se encuentran siempre aproximidad de las casas de los reyes o de los templos de los dioses nacionales. En esa meseta separada, ninguna vía, nada de anchas galerias, nada de bellas construcciones; no hay más que mezquinas habitaciones amontonadas unas al lado de otras y obstruyendo el espacio asaz limitado. Entre este miserable villorrio y el primer cerro se levanta un terraplén semejante en todo al de San José de Huamachuco. Debío servir de emplazamiento para un altar, y se diría que, antes de entrar en los lugares sacros, los profanos tenían que recurrir a plegarias, a sacrificios, a una santificación, que constituían una especie de concesión, un tributo, a las barreras de la ciudad.

Uno experimenta una viva sorpresa cuando se franquea el muro exterior que circunda la primera meseta. En la abrupta cresta, la muralla se eleva aún hoy en varios sitios a seis metros de altura. Sigue por doquiera los contornos caprichosos de la montaña. De trecho en trecho se levantan pequeños fortines o casas de guardia.

Sobre la meseta se encuentran dos construcciones imponentes tanto por sus dimensiones como por su altura; el regnícola los llama ahora la iglesia y el castillo. Son dos grandes rectangulos. Tres muros rodean todavía sus enormes patios. El muro interior tiene veintiun metros de altura; como los de Viracochapampa hay en el vanos de puertas y ventanas. Las ménsulas que subsisten prueban que esos edificios se levantaban en tres pisos. El muro del medio no tiene más que dos pisos, y el exterior uno solo. Uno de los patios, trazado como una basílica, termina por el lado oeste en un hemiciclo que ocupa la mitad del cuarto lado y forma de alguna manera un inmenso nicho. Dos pilares de un metro de altura, coronados por capitales esculpidos en todos sus lados, dividen el diámetro del hemiciclo en tres partes iguales. Un gran bloque cuadrado de granito, pulido en todas sus caras, se encuentra a seis metros detrás de la línea de las dos columnillas. ¿Era un trono o un altar?

Como aquí hay una acera semejante a la que hallamos en Chimú, pensamos que el interior de este enorme patio tenía al aspecto de un inmenso atrio. Pero este no era una sala de familia: por sus considerables proporciones, por las galerias que lo rodean, por los palcos que lo adornan, parece en verdad un teatro. ¿Daban allí un espectáculo los dioses o los principes, se imploraba al cielo, o bien se debatía en ese lugar el destino de los hombres, era un templo o un foro? Quizas lo uno y lo otro; quizas, despues de ver y estudiar con la crueldad entendida y tranquila del sacerdote de Huamachuco las últimas convulsiones de la víctima, se decidía la paz o la guerra, y el santuario se transformaba en foro en que se discutían los medios de realizar las órdenes de la divinidad, descifradas por sus intérpretes.

Sin embargo no hay duda de que el hombre mide su casa según su talla moral, así como mide la ropa de acuerdo a su talla física. En consecuencia era un gran dios o un gran rey quien hablaba en este recinto, y como los grandes dioses son obra de los pueblos jovenes, y como los reyes poderosos son resultado de una gran fuerza nacional, se desprende de la descripción de estos monumentos que el pueblo que los erigío se sintio el también poderoso y grande.

El segundo grupo de ruinas, en el cerro de los Corrales, comprende establos a cielo abierto, reservados para la crianza de animales domésticos, las llamas que llevaban alimentos hacía la altura y proporcionaban lana y cuero.

El tercer grupo de ruinas que cubre la cima siguiente, el cerro de la Falda, es el único que esta rodeado por tres muros: un muro simple, y otro doble, de una construcción de las más singulares. Los arquitectos habían construido un muro, especie de terraplén, que a mitad de su altura se divide en dos; una galeria a cielo abierto, excelente para la defensa y la vigilancia, fue acondicionada entre las dos murallas. Al relacionar estos detalles con el nombre que lleva el edificio, el Convento, uno se ve inducido a creer que estamos frente a un lugar de reclusión para mujeres que vivíeron ahí separadas de los demás habitantes; el triple muro exterior es bastante significativo, y, además, toda la meseta esta separada de la vivienda de los guerreros o de los sacerdotes por la que albergaba a los rebaños.

Tres edificios circulares de diferentes dimensiones se elevan en el recinto. Semejantes a los grandes palacios del cerro del Castillo, tenían varios pisos. Las habitaciones están dispuestos como las células de una colmena. En los muros medianeros no se advierte ninguna traza de puerta. Todos los vanos fueron abiertos hacia la periferia, y en consecuencia dan al corredor circular que separa la construcción central de las altas murallas que la rodean, entre las cuales hubo con seguridad habitaciones dispuestas como las de las construcciones del cerro del Castillo o de Viracochapampa. No obstante, debe señalarse una diferencia, esto es que en los patios solo el tercer piso comporta ventanas numerosas y espaciadas con regularidad.

Los otros dos pisos debieron comprender almacenes, depósitos de víveres y de lana, e incluso depósitos de armas, pues las ventanas son muy poco númerosas, y no pensamos que alguna vez, en esas regiones, se construyesen casas de las que se desterrase el sol. Más aún, si hubiera habido aposentos en la doble galeria fórmada por los tres muros, se habría acondicionado, como sucedío en los edificios de la primera meseta, un patio en el centro, donde los moradores pudiesen reunirse. Ahora bien, este patio fue utilizado para el edificio que acabamos de describir. Nos hallamos pues ante el gran gineceo de Huamachuco, en que la mujer desempeñaba el modesto papel de trabajadora encargada de la transformación de la materia prima -lana, algodon, cuero- en vestidos, preparando los frutos y las legumbres, en espera del momento en que, escogida como compañera de un guerrero o de un sacerdote, debían abandonar la ciudad de las mujeres para vivir junto a su amo y señor.



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