Al día siguiente el señor Cisneros me llevó a ver un terraplén antiguo, sobre el cual los españoles levantaron una pequeña capilla consagrada a San José; terraplén al que dan acceso tres escaleras bien conservadas (en antaño eran cuatro), y que se constituyó en punto de partida de las construcciones modernas: es en el arte de los antiguos donde reside la explicación del hecho de que todas las calles de Huamachuco estan orientadas según los cuatro puntos cardinales. Las escaleras del terraplén señalaron las direcciones que debían seguir las calles, y, salvo algunas inexactitudes de detalle, el plano del pueblo moderno sufrio la influencia de las antiguas creencias.
En la calle nos topamos con el señor suprefecto, un teniente coronel, que mandaba con dos capitanes y cuatro tenientes a los seis hombres de la guarnición, o sea siete oficiales para media docena de soldados. Cuando este guerrero-administrador supo que el señor Cisneros me había alojado y había asumido la tarea de servirme de guía, me ofreció sus servicios, de los que yo no tenía necesidad y a los que por suerte no tuve que recurrir.
La situación de esos infortunados oficiales es insostenible. Tienen un puesto, un grado, pero casi nada de sueldo: e incluso el pago de este se efectúa con la mayor irregularidad y mediante un papel moneda que, en 1876, tenía curso en la costa, pero no era ni siquiera conocido en ciertas partes del interior.
Forzados a obligar a los indios a aceptarlo, los funcionarios públicos convierten a sus administrados en enemigos, los que consideran esa manera de proceder como una rapiña organizada, que aguantan renegando.
Pues el billete no representa ninguna idea clara a ojos del indio que no sabe leer; sólo el metal tiene valor para él. Añadase a ello que la mayor parte de los indios no reconocen este valor sino a la plata, y que a menudo no quieren aceptar el oro, al que llaman plata amarilla, o en su curiosa pronunciación, "plata maria". Los soldados se hallan mucho mejor que sus jefes. En cuanto indios, tienen pocas necesidades; perezosos por naturaleza, ejercen una profesión en armonía con sus gustos: no tienen nada que hacer. Llenan su rancho por medio de requisiciones que se pagan con bonos del gobierno a plazo indeterminado. Más aún, en el Perú cada soldado vive en el cuartel con su mujer, llamada rabona; compañera que le da hijos, le prepara la sopa, le tiene como a un amo, le sigue por doquiera y siempre, en las guarniciones, en los campamentos, en las batallas.
Esas pobres rabonas son mujeres de verdad, consideradas con demasiado frecuencia como desecho de la población india, valientes y sufridas, y contentas en su miseria; su menor debilidad es castigada a cuchillazos por su terrible señor, que sabe manejar magistralmente esa arma.
Lo que prometía el comandante de la plaza, lo tenia el señor Cisneros. Me
procure un indio para que me sirviera de guía en mi excursión a Marca-Huamachuco(4).
La ciudad antigua, situada a dos leguas al noreste de la modema, cubre la cima
de una montaña aislada, formada por cuatro secciones de cono soldadas entre si.
Ese inmenso bloque, que en su parte septentrional es de granito y diorita, y en
sus partes central y meridional de esquistos pizarrosos, esta coronado por
cuatro mesetas ligeramente convexas, que por así decir forman cuatro barrios. El
único indio, casí centenario, que vivía allí con una media docena de carneros,
los llama según la tradición el Castillo, los Corrales, la Falda con la Monja, y
el cerro Viejo.
Las mesetas, que se elevan a 1,251 metros por encima del nivel del valle de Huamachuco, son casi inaccesibles. Los bordes noroeste, noreste y sureste caen a pico sobre las paredes casí verticales de la montaña, que miden en algunos sitios hasta quinientos metros de altura. Es solo por el lado sureste que se puede, luego de grandes esfuerzos, alcanzar la cima, aún cuando es forzoso rodear el primer cerro. A partir de quinientos metros; por debajo de la meseta comienzan declives más suaves que, vistos desde el lado norte, se pierden en la pampa de Viracocha, y que, desde los otros lados, forman gargantas (quebradas) en las que parecen esconderse del sol sombras inmensas y fantásticas.
Los puntos de vista realmente pintorescos son raros en estas regiones: por eso nos detenemos de buen grado a contemplar el espectáculo, único en su género, que nos es dado ver de lo alto de Marca-Huamachuco. Nada tan maravilloso como el panorama que se despliega, pleno de tranquila majestad, a los pies del espectador que se halla en la cumbre de esa pirámide natural. Las crestas de las montañas aparecen semejantes a las olas gigantescas de un mar furioso azotado por la tempestad, que habrían sido inmovilizadas y petrificadas en lo más fuerte de la tormenta.
!Que accidentados terrenos, que profundas arrugas, que picos imponentes en esas mesetas que, desde ese punto culminante, parecen una hondonada!. Casí toda la extensión que abarca la vista esta cubierta por la vegetación grisacea de las punas; muy de trecho en trecho se descubre, alla al fondo de los valles, como los surcos que deja una carreta, verdes llanuras; en muchas faldas se elevan por millares plantas gruesas en forma de candelabro. Al noroeste se alzan los picos imponentes de la Cordillera Negra; al sureste, la Cordillera de Huamachuco, blanca bajo sus nieves eternas.
Este espectáculo presenta un carácter de gran tristeza, porque ni en los flancos de las montañas, ni en los valles profundos, se descubre huella alguna de presencia humana. El pueblo de Huamachuco esta oculto por una montaña, y no se ve en esa inmensa superficie de más de doscientas leguas cuadradas ni una aldea, ni un campo de cultivo, ni una casa. Un silencio absoluto, que nada interrumpe, planea sobre ese mundo, y acrecienta la impresión causada por las ruinas.
En ese anonadamiento solo esas ciudades muertas guardan el sello de la actividad humana. Se va a ellas con una cierta avidez; uno se siente feliz de recorrer galenas en ruinas, habitaciones vacías, que evocan las proporciones de un mundo desprovisto hoy de hombres, de mesura, de color.
Cinco grupos de ruinas forman el conjunto grandioso de los trabajos antiguos que coronan la montaña de Marca-Huamachuco, escalonados en tres terrazas naturales, cada una en terraplén revestido de piedra.
Una leyenda dice que los habitantes de las ruinas de Viracochapampa fueron enemigos de la tribu de los huamachucos. Se cuenta también que estos últimos vencieron y exterminaron a los habitantes de la llanura, para ser luego a su vez exterminados por los incas.
Los indios de estas regiones pretenden ser descendientes de los soldados del inca conquistador, y cuentan también, con aplomo, los horrores de la civilización de los huamachucos, sacrificadores de hombres.
Estos recuerdos de razas, a veces pálidos, a menudo desfigurados, tienen lógicamente un fondo de verdad que los hace preciosos. Deseamos por eso admitir la leyenda, pero no podemos sustraernos a una sorpresa penosa ante la idea de que esos grandes y hermosos ejemplos de una avanzada civilización habrian sido obra de razas de instintos friamente crueles.
¿No comporta esa aproximación una extraña contradicción? Por un lado, el sacerdote que exponía a las miradas del pueblo, desde lo alto de la gradería, al extremo de una vara de oro, el corazón arrancado al pecho de las victimas, las que se deslizaban acezantes en las últimas convulsiones de la agonía, en pesados rebotes, hasta el pie de la escalera; por otro, construcciones hábilmente hechas, una civilización avanzada, evidencia de una población numerosa y artista que vivía en esas altas mesetas.
Marca-Huamachuco presenta un conjunto singular, tanto por la disposición de los monumentos como por el aspecto severo de su construcción, pues las piedras estan unidas por un mortero de hormigón, que en lugar de ser rojo como en Viracochapampa, es completamente negro. En la larga línea obscura que parece formar una red sobre el muro, se ven brillar los cristales del cuarzo fragmentado y los guijarros de todos los matices que fueron mezclados en la masa (5).
Los esquistos pizarrosos y los granitos grises con los cuales se hicieron los dinteles y los jambajes de las puertas y ventanas resaltan como marcos claros sobre un muro obscuro. Otrora aparecían en ellos los torsos atléticos, las caras bronceadas, las negras cabelleras de los habitantes. Es evidente que todas las construcciones del cerro Viejo, de la Monja, de los Corrales y del cerro Amaro no eran sino dependencias de los monumentos del Castillo. Es allí que residían los señores. Ubicado en medio de ese patio, al levantar los ojos hacia esos tristes muros que amenazan desplomarse, a esas ventanas abiertas, a través de las cuales se ve el cielo, el espectador se traslada en pensamiento unos siglos atrás, y se figura ver entonces la mirada dulce y triste de las mujeres indias. Ve aparecer la talla imponente de los guerreros autóctonos, y siente renacer en el vacío actual la vida y el movimiento antiguos. Siente que de esas ruinas, de las que jamás renacera un futuro, surge la afirmación de un pasado pleno de fuerza y de grandeza, y admira a esos hombres caídos silenciosamente dejando detrás de ellos y de pie esos monumentos que, varios siglos después de su caída, parecen decir a quien viene a investigar el estado primitivo de estas regiones: "Hemos sido condenados, exterminados, pero examina nuestra obra y juzga por ti mismo si eramos barbaros".
Por eso, al lado del horror que inspiran los recuerdos conservados por la leyenda, se experimenta una admiración sincera ante el espíritu práctico del indígena. La utilidad primaba en el sobre todo lo que podría considerarse hoy rasgo característico o detalle etnológico de la raza indígena cuando no se ha estudiado sino una sola región del Perú. Sin insistir aquí por lo demás en la igualdad que reinaba en el imperio autóctono, y que tantos historiadores del Perú han señalado, hay un hecho que sorprende de inmediato al viajero que llega a Marca Huamachuco.
NOTAS
4) - Según Garcilaso (Coment., lib. 11, cap. XXVII, p. 166, col. 2), Marca quiere decir forlaleza. Según L. A. Marca quiere decir grada, terreno plano en la pendiente de las montañas.
5) - El aparejo de los edificios es, en suma, el mismo que el de Coyor, del Chuquilm de Viracochapamapa; ha sido trabajado con mas cuidado y presenta a veces dimensiones considerables. Las piedras son generalmente grisaseas, bastante obscuras, a menudo cubiertas de un musgo mezquino. A esas piedras las llaman ala de mosca, o tambien ala y mosca, a veces calicanio; se trata de granito. En varies sitios hemos enconlrado hermosos gres amarillos llamados arenisca.